lunes, 16 de septiembre de 2013

Ubicación temporal y espacial del mundo moderno y el surgimiento del proceso de integración del mundo.

La época que se extiende entre el siglo XV y la primera mitad del siglo XVIII resulta fundamental para la comprensión del mundo moderno. En este periodo tuvieron lugar transformaciones en todos los ámbitos, desde las estructuras económicas hasta la producción cultural y artística, pasando por la organización social, que posibilitaron la integración de sociedades americanas, africanas y orientales al escenario europeo. Se trató, pues, de una primera globalización.

En Europa, el crecimiento económico posibilitó el desmembramiento gradual de las estructuras feudales. Se fundaron nuevas ciudades que resultaron pieza clave en la recuperación económica del continente, pues en ellas se concentraban los productos del campo y se intercambiaban mercancías. Del mismo modo, era ahí donde se generaban nuevas concepciones del hombre y de la sociedad en general. Así, el mundo rural de la Europa medieval se transformó en un mundo urbano, donde el viejo orden fue cuestionado en todos sus niveles.

Uno de los aspectos centrales de este desarrollo fue el incremento del poder de las monarquías y los patriarcados urbanos. En zonas como la península Ibérica, las islas británicas o Francia, los pequeños reinos fueron incorporados al poder de un solo rey. Así surgieron la monarquía hispánica, la francesa y la inglesa. Cada una de estas monarquías se preocupó por incrementar su poder político y económico en sus territorios y en el escenario internacional.

Sin embargo, no sólo las grandes monarquías eran poderosas. Amplios territorios a lo largo de Europa estaban ocupados por principados, ducados, marquesados y demás entidades que controlaban los nobles, quienes se oponían a la supremacía de las grandes monarquías. Éste era el caso de los actuales territorios de Alemania o Italia. Tanto las grandes monarquías como los pequeños principados se preocuparon por extender su poder y por afianzar su participación en el escenario internacional. Esta dinámica de constante tensión se vio marcada en todo momento por los intereses comerciales de cada una de estas entidades. Cada ciudad y cada territorio incorporado al escenario europeo eran una oportunidad para obtener ganancias y acrecentar el poder de la Corona; de ahí el interés de los europeos en la exploración del resto del mundo.

Esta motivación económica fue la causa de que, desde los siglos XIV y XV, lo europeos se interesaran con mayor énfasis en la exploración de nuevas tierras. Imaginaban las ciudades orientales como las más ricas y exuberantes del planeta, y anhelaban ser parte de ese bienestar. No obstante, fue hasta el siglo XVI, cuando el Imperio Bizantino cayó en poder del Imperio Otomano (el cual obstaculizó las rutas comerciales), que la exploración de rutas alternas hacia Oriente se volvió una necesidad para Occidente.

Se establecieron de este modo nuevas rutas y, por primera vez, los exploradores portugueses rodearon completamente el continente africano. Los castellanos no se quedaron atrás y emprendieron su aventura atlántica, que los llevó hasta las costas de un territorio antes desconocido para ellos: la actual América.

Las diferentes civilizaciones del continente americano habían tenido un desarrollo propio, y el encuentro de los dos mundos produjo un choque en todos los ámbitos. De este contacto resultó la imposición del dominio europeo sobre los territorios de América. Las nuevas entidades fueron integradas a la dinámica europea como colonias que debían proveer materias primas para su transformación al otro lado del Atlántico.

Este proceso de integración mundial generó cambios en la vida cotidiana de una gran parte de la población mundial. Por ejemplo, las monedas acuñadas en la península Ibérica llegaron a ser de uso corriente en los mercados asiáticos, las materias primas generadas en América servían para la producción de manufacturas en toda Europa, y el maíz transformó la dieta del continente africano hasta el día de hoy.

En el ámbito intelectual, la expansión europea y los nuevos territorios pusieron en crisis las ideologías tradicionales del mundo occidental. El derecho de la iglesia para regir las conciencias fue puesto en duda a tal grado que la cristiandad se dividió, lo que generó nuevas iglesias y maneras de comprender el mundo. Las nuevas filosofías comenzaron por cuestionar el orden existente y terminaron por proponer alternativas a la vida social que llevarían, más tarde, al desplazamiento de los viejos poderes.

Así, entre los siglos XVI y XVI, culturas que antes habían vivido sin saber de las otras se vieron envueltas, de manera simultánea, en proceso de constante integración que llegaría a ser irreversible.

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